El corral y el viento: la relación entre el campo y la ciudad.
Adalberto Pagola, 23 de diciembre de 2015
Publicado originalmente en Mapleforth
Si no me equivoco, unas de las cosas que todavía nos enseñan en la educación básica es la diferencia entre la ciudad y el campo. De alguna manera el binomio es comprensible: cierta educación conlleva la esquematización, para hacer más sencilla la memorización. De tal modo, la representación de ambos se hace con un juego de contrarios: la estridencia, las luces, los edificios, el asfalto, los autos y el trabajo de oficina distinguen a la ciudad; por el contrario, la calma, hogares pequeños, el piso de tierra, los animales de carga y de compañía, así como el trabajo «rudo» son los rasgos del campo. Pero el asunto es más complicado. Y este se complica aún más en los países latinoamericanos que cuentan con culturas indígenas, ya que se considera, como si fuera obvio, que estas son las que habitan el campo.
La película de Miguel Hilari tiene de base este binomio, pero muestra lo compleja que es la relación entre estos espacios. El corral y el viento (2014), a excepción de la secuencia final, fue filmada en Santiago de Okotla, un pueblo de Bolivia del que es originaria la familia del director. Aunque muchos de los habitantes se han mudado a la ciudad, algunos de sus familiares aún viven ahí, e Hilari siempre va de visita. El filme está compuesto por varias escenas en las que aparecen sus parientes u otras personas, además de algunas declamaciones hechas por unos niños de segundo grado de primaria.
El mismo director ha expresado su posición con respecto al binomio campo-ciudad: «A mí me parece claro que la comunidad no es una cosa aislada que la puedes ver sola. Siempre existe en relación a la ciudad.» De aquí la importancia del momento en el que Hilari filma el paso de un avión sobre Santiago: la ocupación del espacio aéreo es reflejo de lo que pasa en el espacio terrestre e ideológico.
La relación entre campo y ciudad se da con la mudanza de una a la otra: quien ha nacido en el campo migra a la ciudad para trabajar, la mayoría de las veces en empleos de fuerza física, como albañil o carguero, tal como desea Hernán, el adolescente que protagoniza los primeros minutos la cinta. Y sin embargo, parece que este deseo nace porque la ciudad, en cierto modo, se hace presente en el mismo campo. Así, una de las razones por las que Hernán quiere ir a la ciudad es porque en ella hay luz. El conocimiento de esta le muestra sus carencias a los habitantes del campo, o bien los lleva a idealizar la ciudad.
Pero también sucede que, tras mudarse a la ciudad, se regrese a visitar el pueblo del que uno es originario, como el director. A este respecto, al inicio del filme, Hilari señala algo que experimentan quienes lo hacen: tienen la impresión de que ya no pertenecen al pueblo. Este les parece extraño. Y en cierto modo, esta extrañeza es la que experimentan todos aquellos que han vivido siempre en la ciudad: no reconocen el campo. Por esto la primera escena de El corral y el viento puede resultar chocante, incluso cruel. En ella, Hernán abraza y golpea de manera un tanto violenta a un gato, y disfruta el sonido que esto provoca.
Si se escandaliza sobremanera, el citadino revela que conoce muy poco la vida en los pueblos, porque en ellos la relación entre animales y humanos es distinta a la que se lleva en la ciudad, independientemente de cómo debería ser. En esta, paseamos con los perros, mimamos a los gatos y no dejamos de ver, por ejemplo, videos de animales tiernos en Internet. Por el contrario, en el campo la relación con los animales de compañía o del ganado llega a ser más ruda, por decirlo así. Con esta sola escena, el director desfonda el supuesto conocimiento que tenemos de cómo es la vida en un pueblo.
Pero también, la relación con la ciudad se da en el mismo acto de filmar. En El corral y el viento las personas saben que las están filmando, pero a diferencia de lo que pasa en las ciudades del mundo, donde las cámaras se han vuelto cosa corriente, en el pueblo el artefacto es extraño, y tanto más porque Hilari empleó cámaras de gran tamaño. Esta causa timidez en algunos y extroversión en otros, pero no falsas, como las de algunas tendencias a la hora de tomarse selfies. Aquí hay pura espontaneidad. Más aún: el tío del director parece no conocer lo que significa filmar. Solo llega a este concepto a través de uno próximo, la fotografía. He aquí una experiencia pocas veces vista: el primer encuentro con un filme.
Y también, la relación entre campo y ciudad se da en el aspecto ideológico. Las escenas con los niños declamando son muy reveladoras a este respecto. Ellos recitan poemas sobre las naciones originarias, y sin embargo en su escuela están presentes Pitágoras y Tales de Mileto. Aquí está la contradicción en los actos del Estado: a la vez que hay campañas de reconocimiento a los pueblos originarios, la educación que este lleva a cabo las tiene en poca consideración.
El Estado imparte educación homogénea, pero siempre tiene a la vista las necesidades de la ciudad, porque ahí está el motor económico. En las escuelas de ciudad ello no se nota, porque la pertenencia a una cultura indígena pasa a segundo plano (como objeto de merito o como oportunidad de obtener una beca). Pero en las escuelas rurales la contradicción es notoria: en primer lugar, la historia de los pueblos originarios es relegada en favor de la Antigua Grecia, y los poemas que recitan los niños son en español, una lengua, después de todo, de los conquistadores.
Para la ciudad y quienes viven ahí, incluido el gobierno, el campo y sus habitantes son extraños. No se les conoce y se les hace a un lado, pese a todo lo que se diga. ¿Cómo deshacerse de esta extrañeza? En las palabras que Hilari dice al inicio de la cinta, cuando revela que sintió que ya no pertenecía a Santiago de Okotla, también cuenta que tal vez este sentimiento se quitaría si iba más seguido. En cierto modo, El corral y el viento es, para nosotros, una oportunidad de deshacernos también de esa extrañeza.